Se ha hablado mucho de «Mad Max: Fury Road«. Probablemente demasiado. El premio al hype cinematográfico del 2015 ha sido -y será, sin duda- para la última cinta de George Miller. Los primeros tuits leídos en tiempo real desde Cannes ya activaron las alarmas.
«Mad Max revoluciona el cine», se ha llegado a leer. Aunque lo realmente sorprendente no han sido los halagos -en parte comprensibles y a menudo compartidos, estamos ante un filme portentoso-, sino, a menudo, su procedencia.
Sin querer erigirnos como defensores de ningunas supuestas esencias -Dios nos libre-, resulta a veces paradójico, antinatura y risible que ciertos medios que habitualmente no solamente no apoyan el género sino que abominan de él, de repente experimenten orgasmos múltiples con esta película.
Aquí no hay carnets de pertenencia a ningún club; tampoco se pasa lista sobre quién vio en su momento la trilogía inicial, quién la defendió o sigue defendiéndola -la tercera entrega es un caso aparte, de acuerdo- o quién ha asistido a su reciente reposición. Pero contrólense un poco, por favor: el espectáculo está y debe estar en la pantalla.
Superada la estupefacción y el sonrojo iniciales, podemos afirmar que, pese a todo, entendemos su excitación. Y es que motivos para ello no les faltan. Estamos ante una cinta brutal, torrencial, avasalladora en el sentido literal de la palabra.
Una road movie salvaje, abrupta, bizarra y desacomplejada que arranca frenética con reminiscencias a «Indiana Jones y el templo maldito» y avanza sin tregua con el furibundo rugido y el imprevisible rumbo de la persecución más demencial, inabarcable y extensa a la par que fascinante y adictiva que probablemente hayan visto hasta la fecha.
Una carrera cruda, rocambolesca y casi hipnótica por la supervivencia y la liberación en la que la acción toma las riendas y la imagen en movimiento -sí, la esencia y origen del cine- roba todo protagonismo a las escasas palabras, aún así necesarias para imprimir resquicios de humanidad en un mundo despojado de ella.
La sucesión de planos y encuadres avanza en secuencias físicas, casi palpables, imaginativas y a menudo impactantes, que forman auténticas coreografías. Todo ello al servicio de un argumento mínimo con un fondo lo suficientemente banal y lo suficientemente hondo como para no resultar ni pretencioso ni vacío.
Y en lo alto de esta adrenalítica catedral de ruido, polvo, sudor y explosiones, sobresale -en eso coincidimos con la mayoría de críticas-, una Charlize Theron ruda, herida pero fuerte, líder e imponente, con su cabeza rapada sosteniendo una intensa y penetrante mirada verde.
La protagonista de «Monster» vuelve a brindarnos un personaje que recordaremos y con el que eclipsa al más que correcto Tom Hardy, quien consigue, a su vez, que olvidemos a Mel Gibson.
A Theron pertenece una de las escenas dramáticamente más intensas del filme: aquella en la que se deja caer de rodillas en mitad de las dunas para gritar al vacío tras una trágica revelación. Como diría un buen amigo mío, uno de esos «momentos de gran cine».
Quizás sobran algunos desquiciados detalles (la guitarra que escupe fuego), pero acaban resultando simpáticos y subrayando el delirante conjunto; un paquete explosivo que reinventa la saga -no el cine- y que pone el listón altísimo para cualquier futura road movie. Un aplauso, por favor.
Texto: David Sabaté
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