Si a estas alturas no han oído hablar de Stranger Things puede deberse a que: a) Han estado dos meses de vacaciones sin cobertura; b) No les interesa la ficción televisiva actual, lo cual, a día de hoy, es bastante improbable dada su omnipresencia y desbordante calidad; c) Tienen alergia a las historias de género fantástico, lo que supondría que hace mucho que se están perdiendo algunas de las mejores y más interesantes producciones audiovisuales de los últimos años.
Está claro que hay vida más allá de Stranger Things, no se dejen deslumbrar por el hype, pero tampoco se priven de disfrutarlo. Hay muchas series de visionado recomendable y para todos los gustos, pero entre la marea incesante de nuevas ficciones a menudo conviene, también, ser selectivo y no empacharse, ya que no es oro todo lo que reluce y la gula audiovisual puede acabar resultando contraproducente e indigesta. Nuestra elección para este mes de agosto ha sido, no sin cierta distancia y escepticismo, esta serie de Netflix que se ha convertido en todo un fenómeno, incluso entre los menos seriéfilos, y que ha despertado a partes iguales pasiones y toneladas de bilis por parte de fans y haters.
En Goliath Is Dead no somos, por ahora, aficionados a los exabruptos compulsivos y mucho menos a dejarnos guiar por ellos. Como ya hemos manifestado en alguna ocasión, la versión cultural del mal llamado periodismo ciudadano es, por supuesto, legítima pero infinitamente más cuantitativa que cualitativa. No creemos en absoluto que la calidad de un producto, sea el que sea, esté supeditada al ruido que el mismo genera en foros –esos agujeros negros de tiempo– y sus herederas naturales, las redes sociales. Como mucho, creemos que pueden servirnos para calibrar la popularidad de una serie, pero nunca para corroborar su valía.
Dicho esto, Stranger Things ha sido, sin duda, la serie de este verano; todo el mundo se ha llenado la boca de sus personajes, tramas y enigmas, un hecho que, lejos de condicionar nuestro juicio, es un indicador más a la hora de analizar su repercursión. Entre los detractores se achaca una excesiva deuda de la serie con títulos míticos de los ochenta y la carencia de una personalidad propia, aunque no creemos que una cosa vaya ligada a la otra. A diferencia de los reebots ochenteros -sirva de ejemplo reciente el de Cazafantasmas y crucemos los dedos para que nos se atrevan a tocar Regreso el futuro-, la serie que nos ocupa logra construir un universo propio -o, mejor dicho, dos- en el cual el resultado es más que la suma de las partes.
Todas las referencias están ahí, es cierto: tenemos, desde el minuto uno, a E.T. (por las carreras en bicicleta; por las siluetas de los científicos con linternas abordando casas o peinando el bosque; por el hecho de esconder a la misteriosa Eleven -casi extraterrestre- en el sótano; también Alien, el octavo pasajero, por la criatura de la realidad alternativa, por los trajes espaciales -muy Prometheus– o por ese huevo abierto en el último capítulo de la primera temporada; podríamos seguir con Encuentros en la tercera fase y Poltergeist, por el elemento sobrenatural imperante y los síntomas de casa encantada que sufre la madre protagonista (benditas luces de Navidad); incluso con Pesadilla en Elm Street, a juzgar por las trampas versión hardcore de Solo en casa ideadas para cazar a la criatura del otro mundo tras obligarla a abandonar su hábitat natural.
Aunque no hace falta haber visto ninguno de esos títulos para empatizar con un grupo de amigos preadolescentes que se ganan al espectador capítulo tras capítulo: cuatro sabelotodo con aspiraciones científicas y pasión por los juegos de rol y las bicis, sufridores, como no podía ser de otra manera, de bullying escolar. De acuerdo, nuestra mirada cinéfila nos permite reconocer los poco disimulados homenajes a Los Goonies o a Cuenta conmigo en sus paseos por las vías del tren, aunque el incipiente idilio imposible entre Mike (Finn Wolfhard) e Eleven (Millie Bobby Brown) nos recuerde también a una versión naíf de Déjame entrar. De hecho, hay no pocos elementos con ecos a títulos recientes de la mejor ciencia ficción: desde Minority Report -el look de Samantha Morton y su necesidad de sumergirse en un medio líquido para emplear sus poderes- a Interstellar, por esa coexistencia de dimensiones paralelas, pasando por Under the Skin, por ese limbo oscuro vislumbrado por la telequinésica Eleven, una suerte de negativo viscoso de la blanca realidad virtual de Matrix.
Pero, como decíamos, las referencias no son, ni mucho menos, el corazón de una historia sobre la amistad, la pérdida y las relaciones paterno-filiales. Temas principales materializados por una trama bien ensamblada y por un acertado reparto que, más allá del casting infantil, se completa con la alegre recuperación de Winona Ryder, icono de los noventa pero que tuvo su primer rol importante en un pequeño clásico de finales de los ochenta como fue Bitelchús, de Tim Burton-. Ryder ejerce como reclamo evidente para los mayores de treinta, aunque su participación resulte a menudo sobreactuada y menos notable de lo esperado; sin duda, no es la mejor del pack. Tampoco la de Matthew Modine (Birdy, La chaqueta metálica) en la piel del inquietante Dr. Martin Brenner, personaje cumplidor pero algo plano.
Personalmente, nos quedamos con el poco ejemplar pero entrañable sheriff encarnado por David Harbour (Brockeback Mountain, Revolutionary Road), algo así como un John McClane de pueblo, rudo y melancólico a partes iguales, con un pasado traumático y hábitos poco saludables; o la citada Millie Bobby Brown en la piel de la peligrosa y frágil Eleven, la enigmática niña con poderes mentales que ya suena como la nueva promesa de Hollywood. También se ha criticado la irresolución de enigmas, algo que nos parece más irrisorio tras grandes éxitos como Twin Peaks o Lost, ambas clásicos catódicos a pesar de sus múltiples preguntas sin respuesta -puro Lynch- o el discutido cierre de la historia creada por J.J. Abrams.
Con todo, si tenemos que posicionarnos, nos declaramos claramente a favor de la serie, por los motivos expuestos anteriormente y porque nos parece un entretenimiento más puro e inteligente que la media, hayas crecido o no en los ochenta, con aprecio por el detalle y la forma, los personajes -algunos de ellos ya icónicos-, con una sugerente banda sonora, buenas dosis de intriga y un acercamiento al género fantástico -aquél basado en el sense of wonder propio de la mirada inocente de la infancia- que es difícil encontrar a menudo en otras ficciones colindantes y que el citado Abrams ya acarició en Super 8. No estamos ante una obra maestra, nunca nos hemos referido a la serie en esos términos, pero sí frente a un perfecto ejemplo de posmodernidad referencial con mucha alma. Dicho de otra manera: Stranger Things es la serie de este verano -quizás del año- y les recomendamos fervorosamente que la vean.