
‘La La Land’. Fuente: lavozdelsur.es
Faltan unas horas para la Ceremonia de los Oscar. Probablemente, para cuando leáis esto, La La Land habrá arrasado cumpliendo con todos los pronósticos, a no ser que cintas como Moonlight o Manchester frente al mar hayan dado la campanada in extremis.
Tocará oír hablar de la película a todas horas. ¿Aún más? Sí, amigos: en el metro, en el bar, en el trabajo y en los baños públicos; su banda sonora aparecerá aún en más anuncios de televisión –incluso de deprimentes programas de sobremesa y realitys anodinos-; y los cines seguirán llenándose de personas que sólo van al cine por Navidad.
Estamos ante uno de esos fenómenos que se producen de vez en cuando en el seno de la cultura popular de masas y en los que se conjugan, más que el boca oreja, grandes estrategias de mercadotecnia, presencia continuada en los medios y un producto bien acabado diseñado para conectar con el gran público.
Esperen un momento. Rebobinemos. ¿Un producto bien acabado? Diseñado para conectar con el gran público puede, pero La La Land no es un simple producto “bien acabado”. En eso no podemos estar de acuerdo.
La segunda película de Damien Chazelle (Whiplash) es un preci(o)so y romántico derroche de magia cinematográfica. Todo, absolutamente todo, está cuidado con detalle y supone una excelente proeza técnica en su campo: su viva paleta cromática, casi irreal –coherente con las localizaciones de gran parte del film, ubicado en Hollywood, fábrica de sueños-; las coreografías, teatrales y canónicamente artificiosas, un honesto homenaje al musical clásico, al que parafrasea con reverencia y conocimiento de causa; y la música, una banda sonora original con la capacidad de enganchar mediante unas armonías simples y adhesivas –antes de llegar a su desnaturalización por el abuso de los medios, claro-.

‘La La Land’. Fuente: playgroundmag.net
En cuanto a las interpretaciones, brilla especialmente Emma Stone, quien se come –en el plano interpretativo y también a la hora de cantar- a su correcto compañero Ryan Gosling, natural y desenfadado, como de costumbre.
Con todo, si nos ceñimos a la definición clásica del cine como imagen en movimiento y espectáculo audiovisual, La La Land, se mire como se mire, resulta portentosa. Si queremos verla como un homenaje al musical clásico, constituye una de sus mejores manifestaciones recientes, con guiños que los más cinéfilos reconocerán con un simple encuadre, de Cantando bajo la lluvia –ese número de claqué con el atardecer morado de fondo- a Grease –la preparación de la fiesta- o el ensoñador desenlace, una suerte de compendio condensado de las allenianas Midnight in Paris y Todos dicen I love you cruzadas con Un americano en París y cierta estética á là Michel Gondry.
¿Nostálgica? Si entendemos por ello la evocación de tiempos cinematográficos pasados, por supuesto que lo es. Aunque aquí cabría apuntar dos matices; uno: Tarantino también es, a su manera, un nostálgico empedernido (del cine de artes marciales o el western, por ejemplo) y todo el mundo -o casi- le ríe las gracias; y dos: la mayoría de haters de la película no habían nacido cuando se estrenaron la mayor parte de referentes conscientes del filme de Chazelle, el cual, como consecuencia, no les apela directamente más que para invitarles a recuperar esos clásicos por los que no pueden sentir nostalgia alguna.
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¿Artifical? El cine, por definición, lo es, y el musical en particular -género del que no somos nada fans, dicho sea de paso- aún más, ¿o van ustedes cantando por la vida? Mejor no respondan a esta última pregunta.
¿Facilona? ¿Por retratar una historia mil veces contada? A estas alturas deberíamos recordar que todas las historias ya han sido contadas y que lo que importa de verdad son la forma de hacerlo y los personajes.
¿Cursi? ¿Por querer retratar la ingenuidad del amor? Porque espero que al menos se hayan enamorado una vez en la vida… Ya no les pido que hayan renunciado a ese amor para poder emocionarse con esta cinta. Sólo imaginar su pérdida basta. Y es que, en el fondo, La La Land es bastante más cínica y desoladora de lo que parece. Y eso, creemos, es de agradecer.
Esto no va de modernidad o clasicismo. De naíf o grave. De popular o reivindicabe. La La Land es todas esas cosas a la vez y, al margen de los premios que siga o no recibiendo, de la dañina sobreexposición mediática y del correspondiente e igualmente nocivo haterismo de turno, una de las grandes películas de 2017.
Texto: David Sabaté