
Sally Hawkins en ‘La forma del agua’. Fuente: sitgesfilmfestival.com.
Hace tiempo que Guillermo del Toro traspasó el umbral para situarse junto a los grandes. Podríamos discutir sobre muchos aspectos de su filmografía pero probablemente convendríamos que el punto de inflexión más claro se produjo con El laberinto del fauno (2006), emocionante, cruda y sensible fábula sobre el drama y los horrores de la Guerra Civil española. La cita a esa película no es gratuita. La nueva creación del realizador mexicano posee un envoltorio estéticamente deslumbrante que remite a ese mismo cruce entre fantasía, realismo y contexto histórico, buceando aquí en un sustrato igualmente duro: la Guerra Fría como ejemplo de represión y persecución del otro, de lo distinto, de lo diferente.
Una realidad encarnada aquí por un extraño ser, un homínido anfibio descendiente de la criatura de La mujer y el monstruo, de Jack Arnold (Creature from the Black Lagoon, 1954), en un claro homenaje al cine de terror clásico. Aunque no es el único guiño a otro modo de hacer cine, al cine en mayúsculas. También hallamos en La forma del agua referencias al musical en blanco y negro de Fred Astaire y Ginger Rogers, con coreografías de claqué irrumpiendo en momentos cotidianos e incluso un glamuroso y surrealista número a lo The Artist imaginado por su protagonista Elisa (excepcional Sally Hawkins), una chica muda que trabaja limpiando los laboratorios secretos del gobierno en los que mantienen recluida a la criatura.
Enfrentada al implacable Strickland (otro memorable papel de Michael Shannon, con sus claroscuros, presiones externas y la justas dosis de humanidad), el personaje de Hawkins es, en buena parte, la clave del éxito de una historia que funciona en todos los frentes, más allá del estético. La actriz transmite más emociones sin palabras que muchas otras intérpretes, en un difícil reto que supera con delicadeza y máxima expresividad, y que no le valió por poco (y por Charlotte Rampling) el premio a la mejor actriz en el último Festival de Cine de Venecia, donde la cinta sí se coronó como Mejor Película.
Su relación de curiosidad, primero; de empatía y amor después, puede ser leída como una suerte de La Bella y la Bestia pulp; como un cruce imposible entre King Kong (1933), Hijos de un Dios Menor (Randa Haines, 1986) y un envoltorio gótico con toques a Jean-Pierre Jeunet (Amélie, 2001); un híbrido entre El puente de los espías cruzado y La cosa del pantano que emociona en su calibrada reivindicación del valor de todos los seres humanos (o no humanos) más allá de su aspecto, ideología o condiciones físicas. Una película tierna y poderosa a un tiempo que funciona como thriller, como relato de ciencia ficción y como atípica y mágica historia de amor. Más que un nuevo acierto de Guillermo del Toro, estamos, con permiso de El laberinto del fauno, ante su mejor filme hasta la fecha: una exacerbada y romántica oda al amor y al cine que brilla con luz propia.