
El tipo de público cada vez más habitual en los cines… Fuente: rebobinandovhs.blogspot.com.es
Es un mal creciente. Se extiende lenta pero inexorablemente por las salas de cine del planeta. Y va en aumento. Es algo relativamente reciente y no son neuras personales: el consenso es generalizado entre amigos y conocidos, cinéfilos o no, espectadores habituales u ocasionales con un mínimo de decencia y educación. De unos tres años hacia aquí, ir al cine se ha convertido en un acto heroico que requiere paciencia y dosis infinitas –no siempre efectivas– de tolerancia hacia una legión de individuos que no muestran el más mínimo signo de inteligencia media ni respeto por quienes comparten patio de butacas con ellos, ni por las propias salas ni, por supuesto, por el cine como tal.
Nos referimos a aquél tipo de homínido que escarba en la caja de palomitas como si tuviera muñones en lugar de manos que agita con neurótica y nerviosa dedicación; aquél otro que abre ruidosamente latas de todo tipo en los momentos de silencio o diálogo; que tose de forma sistemática cada dos o tres minutos como solo tosen los carentes de razón; que entra tarde a la proyección –en ocasiones, hasta media hora después del inicio– y, por si fuera poco, te ciega con la linterna del móvil, pasea arriba y abajo por el pasillo buscando su butaca o directamente te obliga a levantarte. Parece que encontrar una butaca numerada se ha convertido en una de las tareas más complicadas de nuestro tiempo. Y todo eso cuando no hablan directamente por el teléfono. Sí, ese tipo de cretinos existen. Seguro que han tenido que lidiar con alguno en más de una ocasión.
Móviles, tuppers e idiotez crónica
También existen mutaciones: la de aquellos que comentan el minuto y resultado de la película en tiempo real, como si tuvieras un comentarista deportivo retrasado en el cogote; o bien la de aquellos que traen consigo medio supermercado o tuppers rebosantes de comida hecha en casa y envuelta con ocho capas de ruidoso papel de aluminio –¡no nos fuéramos a gastar 4 euros en cenar un bocata en el bar de al lado, por Dios!–; o los que aplastan botellas de plástico de litro hasta dejarlas plana –juro que lo he visto–. La invasión de los ultracuerpos parece ahora un chiste: ese tipo de seres viven entre nosotros. Existen, crecen, se multiplican y no mueren. Se arrastran con total impunidad y parecen obedecer a convocatorias secretas para invadir el cine en el último momento y joderte la sesión.
Da igual a qué hora vayas ni qué tipo de sala elijas: ya no sirve, salvo contadas excepciones, aquello de que si acudes a una sesión matinal o un cine en versión original subtitulada vas a disfrutar sin molestias ni interrupciones de una proyección en condiciones. Incluso lo hemos padecido en entornos y contextos donde, a priori, el nivel cultural o el supuesto interés debería conllevar un comportamiento alejado de la idiotez: en una proyección de un festival de Barcelona sufrimos a tres paletos que nos deslumbraron durante media película mientras tuiteaban y escribían mensajes de forma compulsiva. La cosa es bastante grave.
Cómo combatir a las hordas involucionadas
Hay quienes hemos empezado a ir a sesiones a la hora de comer –algo habitual cuando se va de compras y se quieren evitar aglomeraciones–. A veces funciona. Las hordas de muertos vivientes suelen moverse en horarios bastante previsibles, aunque hoy en día, esa estrategia ya no es garantía de nada. Ir al cine se ha convertido en un deporte de riesgo, en una ruleta rusa, en una lucha contra los elementos del entorno.
Desde 2016 se ha producido un repunte de la asistencia a las salas de cine, lo cual, en sí, es un buen dato para el sector. Nos entristece y nos cuesta aún más entender, entonces, por qué cierran tantos cines para ser ocupados por franquicias multinacionales, aunque eso daría para otro debate. Cabría preguntarse, sin embargo, si como en el caso de los festivales de música, más público es siempre algo que celebrar. Creemos que si eso significa una pérdida de calidad de la experiencia del público, no es nada bueno. Todo lo contrario.
Frente a la involución colectiva, no se nos ocurre otra cosa que normativizar los cines: móviles requisados en la entrada; como en los conciertos de clásica o en el teatro, no se entra en la sala una vez empezada la sesión; prohibido hablar durante la proyección si no es por causas de fuerza mayor –malestar extremo o muerte de algún espectador–; si alguien tiene tos nerviosa o está muy resfriado, mejor que se quede en casa hasta solucionarlo; ah, y que las salas se reserven el derecho de expulsión por contravenir dichas normas. No parece probable que nadie apuesta por ello teniendo en cuenta la situación económica de algunos cines.
Que no nos roben las salas de cine
Por suerte, aún quedan reductos de paz y respeto mutuo. Espacios donde, a pesar de permitir comer y beber, incluso aplaudir cuando toca, los espectadores saben cuáles son las reglas básicas del comportamiento normal en espacios públicos. Hablamos de salas como el Cine Phenomena, donde está prohibido utilizar el móvil –y, muy importante, te llaman la atención si lo haces–. Porque la libertad de uno termina donde empieza la del otro, y todos pagamos lo mismo por ir al cine: si uno realiza la inversión, debe poder vivir la experiencia por la que paga.
Somos muchos, llamadnos románticos, los que seguimos creyendo que la inmersión en la experiencia cinematográfica sólo puede producirse en una sala a oscuras con una pantalla gigante. Tiene algo de ritual, de vivencia, de magia. Y nos duele decir esto, porque no imaginamos el día en que dejemos de ir al cine, pero al final nadie quiere tirar el dinero. Esperemos que las cosas mejoren pronto y podamos seguir abriendo esa ventana mágica a otros mundos, otras historias, otras formas de pensar y otras vidas. Incluso a otras formas de pensar la propia vida. O simplemente de evadirse y disfrutar de dos horas sin preocupaciones ni interrupciones. Que no nos roben las salas de cine.