
Nicolas Cage en ‘Mandy’, de Panos Cosmatos. Fuente: sitgesfilmfestival.com.
Que Mandy se estrene en salas es casi un milagro. Y decimos casi porque la presencia de Nicolas Cage nos hacía presagiar un final feliz, pero su naturaleza de proyecto personal, a contracorriente y por momentos experimental disparaba nuestras dudas. En cualquier caso y a la espera de comprobar cómo reacciona la taquilla y con los peligros del hype –justificado– alimentado en festivales como el reciente Sitges 2018, su estreno es una buenísima noticia. Para los amantes del cine sin corsés, del cine de género, por supuesto, y del séptimo arte en general. Detrás de semejante proeza hallamos a Panos Cosmatos, quien ya nos sorprendió con su opera prima de 2011 Beyond the Black Rainbow y que reivindica aquí su perfil de autor libre ajeno a las presiones de los grandes estudios.
Mandy es sangre fresca, savia nueva para el fantástico. Una experiencia sensorial libre de coartadas. Un viaje lisérgico sin destino aparente pero con el rumbo muy claro. Un sueño que se transforma en pesadilla al ritmo denso y reverberante de las notas de Jóhann Jóhannsson, recubiertas de capas y capas de guitarras drone metal con el sello de Stephen O’Malley de Sunn O))). Un trip visual y sonoro en el que se entremezclan referentes como Mad Max, El ejército de las tinieblas y el Clive Barker de Hellraiser pasados por un filtro genuinamente personal. Y no solo en el apartado estético, con colores y texturas ultrasaturadas, estelas de movimiento e imágenes congeladas, sino también en el capítulo narrativo, con dos partes claramente diferenciadas, “como si fueran las dos caras de un vinilo”, según el propio Cosmatos.
A partir de una premisa argumental muy simple –el asesinato de la mujer del protagonista por parte de una secta y su posterior venganza–, Cosmatos edifica una hipnótica historia impregnada de melancolía, en la que violencia y dolor conviven en armonía con la belleza de las imágenes y por un aura irreal tan artificial como fascinante. Como si la épica y los colores de las historias fantásticas que lee uno de los personajes impregnaran la realidad del filme, salpicado de ilustraciones animadas o logos de tipografía black metal que actúan como separadores y refuerzan la personalidad del conjunto.
En este contexto, Nicolas Cage encaja a la perfección en un papel que parece hecho a su medida y en el que su histrionismo, por una vez, parece plenamente justificado; aunque también destacan un irreconocible Linus Roache como villano de la función y, en especial, Andrea Riseborough en el papel de la sufrida Mandy del título. Sus paseos por un bosque brumoso luciendo una gastada camiseta de Black Sabbath son ya pura iconografia pop. O deberíamos decir metal. Porque Mandy es metal hasta el tuétano, y no solo por el look de su protagonista. Lo es por su historia cruda y brutal, y aún así bella y magnética; por el hacha forjada por el personaje de Red entre chispas y mazazos; por su duelo de sierras eléctricas y, por supuesto, por un score envolvente y reptante que penetra en el espectador para transformarlo como solo consiguen transformar los buenos viajes.